España-Francia.

Las manos se cierran sobre la palma dejando sin sangre el pulpejo de los dedos, todo elemento esférico que se cruza en nuestro campo visual es un balón que puede ser pateado lejos en caso de peligro de gol en nuestra portería. No debemos pensar que nos queda poco, debemos mantener la calma y no creer demasiado en nosotros mismos, no confiemos en la suerte ni pensemos que esta vez nos toca.
Paso a paso el semáforo puede que se quede de color rojo ante nuestra mirada atónita, puede que los demás sigan y nosotros nos quedemos ahí tirados, con las ruedas pinchadas tras haberlas hinchado durante ya casi dos semanas de ilusa ilusión.
La televisión se queda encendida con un tapete verde sobre el que corren hombres que parecen cartas en blanco, jugando al póker con nuestros sentimientos arcaicos de tribu y las ideas de conjunto que de toda reunión tribal se puedan derivar.
Apretemos los dientes, caminemos despacio, procuremos no celebrar la derrota de nadie ni reirnos de nuestro posible fracaso.
En las calles se dibuja el frío de un nuevo desengaño que sólo podra evitar el calor de una de las más grandes victorias.
(Si escribo esto ahora no sé que será de nosotros si llegamos a jugar con Brasil)
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